Hay personas mágicas. Son esas que esconden un sensor en
su corazón para advertir al instante tus penas, tus ilusiones o tus alegrías.
No necesitan que les digas nada, porque saben leer entre líneas, entre miradas
y a través de los gestos. Hablan el idioma del cariño y sus miradas esconden un
océano de calma donde nos gusta refugiarnos.
Decía Emily Dickinson en uno de sus poemas que nadie
viviría en vano si lograra, al menos en alguna ocasión, evitar que un corazón
se rompa, enfriar una pena, ayudar a un pájaro agotado a encontrar su nido o
apaciguar el dolor de alguna persona. Más allá de lo poéticas que nos puedan
parecer estas dimensiones, tras ellas se encierra una idea esencial a la vez
que rotunda: para ayudar hay que sentir la necesidad del otro.
“Escuchar con atención te hace especial, pero casi nadie
lo hace”
Sin embargo, y esto lo sabemos todos, en nuestro día a
día habita una presencia muy sibilina llamada hipocresía. Poco a poco hemos ido
aceptando su reinado de forma casi implacable, hasta el punto de que no falta
quien ensalza los nobles valores del altruismo y el respeto mientras cada
día, se coloca la escafandra de ese “yo”
hermético donde es incapaz de ver, sentir y entender a quién tiene más cerca.
No se nos puede olvidar que quien más ayuda necesita no
siempre sabe o puede pedirla. Porque quien sufre no lleva pancartas, de hecho
muchas veces se parapeta en el silencio, como el adolescente que se encierra en
su habitación o la pareja que calla en la otra mitad del sofá, o que deja caer
sus lágrimas en el otro lado de la cama.
Saber “sentir y percibir” la necesidad del otro es lo que
nos hace ser dignos a nivel humano, porque
hacemos uso de esa cercanía emocional que nos enriquece como especie al
preocuparnos de quien tenemos cerca. Te proponemos reflexionar sobre ello.
Te siento y te entiendo sin que digas nada: la lectura
emocional
Aunque no lo creamos, la mayoría de nosotros disponemos
de un poder excepcional: leer la mente. Esto mismo es lo que nos dice Daniel
Siegel, doctor en psiquiatría de la Universidad de Harvard y director del
“Center for Culture, Brain, and Development”. En su libro “The Mindful Brain”
nos explica que cada uno de nosotros podemos llegar a ser grandes “lectores de
mentes”, porque la mente -y aquí llega el matiz más importante- se rige por
todo un universo de emociones que debemos ser capaces de descifrar.
De hecho, la mayoría de nosotros aplicamos este “súper
poder” a diario. Nos basta ver el modo en que se sienta nuestro jefe y coge
aire para advertir de que hay algo que no va bien. Entendemos por el tono en
que nos habla nuestra amiga, que hay algo que le preocupa. Sabemos también
cuándo nos miente nuestro hijo pequeño y cuándo nuestro hermano, ha vuelto a
enamorarse de alguien.
Las emociones son como las burbujas del champagne.
Alborotan nuestros universos cotidianos, los rostros, las expresiones, los
gestos, las palabras… Fluyen a nuestro alrededor de forma caótica estallando en
pequeñas bombas de información capaces de producirnos a su vez, múltiples
sensaciones al empatizar con ellas. Sin embargo, el propio doctor Siegel nos
advierte de que hay personas con “ceguera emocional”. Aún más, hay perfiles de
personalidad incapaces de sentir esas “burbujas” emocionales de las personas
que tienen más cerca.
William Ickes es uno de los psicólogos que más han
estudiado la dimensión de la empatía a nivel científico y experimental. Por
curioso que parezca, y este dato es muy llamativo, a nivel familiar la
capacidad de empatía entre sus miembros no suele sobrepasar los 35 puntos. Sin
embargo, entre las buenas amistades supera los 70.
¿La razón? A nivel familiar es común establecer muchos
filtros personales. En ocasiones, nos limitamos a ver a nuestros hijos, pareja,
hermanos o padres como nosotros queremos y no como son en realidad. Es esa
ceguera mental con la que asegurarnos de que todo va bien, de que nuestro
“pequeño mundo” no tiene ningún cabo suelto, cuando en realidad, existen muchas
necesidades que atender y muchos lazos que sanar.
Las personas que saben escuchar desde el corazón
Escuchar lo que la otra persona nos comunica sin
necesidad de decirnos nada tiene nombre: comunicación emocional. Este “súper
poder” ha ido evolucionando en nuestra especie a través de todas esas áreas
cerebrales que configuran la dimensión de la empatía. Desde la Universidad de
Monash (Australia) nos explican que la empatía afectiva estaría relacionada con
la “corteza insular”, mientras que la empatía cognitiva, por su parte, se
situaría en la “corteza mediocingular”, justo encima de la conexión entre ambos
hemisferios cerebrales.
“Hay que escuchar a la cabeza, pero debemos dejar hablar
al corazón”
Todos disponemos de estas estructuras, sin embargo no
siempre potenciamos su capacidad, su energía y ese vínculo que, sin duda,
enriquecería mucho más todas nuestras relaciones. La razón de por qué no todos
saben sentirnos o escucharnos con esa cercanía tan auténtica está muchas veces
en una falta de voluntad o en un exceso de ego. Es lo que Emily Dickinson nos
decía en su poema: “ninguna vida sería en vano si lograra sentir y ayudar
otra”.
Porque quien siente desde el corazón, despierta, y quien
ayuda, demuestra voluntad y preocupación real por el otro. Es ahí donde nace
ese poder maravilloso que nos hace únicos, que ofrece calidad a nuestras
relaciones y que en esencia, nos confiere el poder más valioso que existe: el
de dar felicidad.
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